lunes, 25 de julio de 2016

¡El hombre más bello!

¡El hombre más bello!
Hay cierto momento en que nuestra mente tiene unos leves instantes de divagación. Momentos en los que nos desprendemos lentamente de la realidad y parece que flotamos sobre nosotros mismos, nuestro entornos, nuestros problemas. Por lo general, son instantes cortos, inadvertidos, fugaces e inconscientes que nos brindan la oportunidad, a veces tan esquiva, de relajarnos.
Hace un tiempo tuve un instante de estos. Sentado en una banca a las afueras de la universidad, solo, luego de que una amiga me hiciera esperara hasta que llegara su transporte. Fue justo en ese momento de soledad que ocurrió. Empezaba a elevarme. Lo primero que me desprende de la realidad es el silencio. Una especie de mando a distancia presiona ese botón rojo de mute y todo a mí alrededor enmudece.  Creo que es unos de los primeros indicios de que mi mente, por unos minutos, me permitirá escapar de la realidad. Luego mi visión se nubla. Es como si ampliaras el rango de visión y te enfocaras en un punto muy pequeño y muy alejado en el horizonte. Así, todo a tu alrededor pierde un poco de sentido, se distorsiona al estar un poco fuera de plano. Y es que todo se hace mucho más borroso, lento, desdibujado, y es ahí cuando sucede. Ya no veo claramente. Ya mi audición ha perdido su agudeza. Ya estoy un poco desconectado de este mundo y me permitiré volar. Y estando allá arriba, en el momento justo que dejo mi cuerpo, ahí de primero estoy yo, soy lo unico que veo. Mis 24 años y su paso que no han sido en vano. Mi uniforme arrugado luego de todo un largo día de clases. Mi cabello un poco más largo de lo que debería, y me digo a mi mismo que debería ir pronto a la peluquería. Una barba de más de dos semanas, que me da un aspecto más que de despreocupación, un poco desaliñado. Mejor no me quedo a verme solo a mí, ya después buscare un espejo.  Mejor me voy a ver un poco el mundo. Y hay mucho caos a mí alrededor. Todo parece que va a estallar. No demoro un segundo en darme cuenta, que por lo que parece un delgado hilo, el caos se mantiene unido. El tráfico avanza rápida y organizadamente, las personas van y vienen de un lado a otro con una noción clara del lugar exacto del que vienen y al que van. Incluso la naturaleza a mi alrededor, que de sus árboles, deja caer cantidades exorbitantes de flores de todos los colores, en lo que podría ser una especie de primavera ecuatorial. No demoro en percatarme que estoy frente a lo que por los últimos 5 años ha sido uno de mis más agobiantes “problemas”. Y no es que realmente lo sea, solo que  incluso aun a mi edad, muchas cosas se ven así. La universidad que me ha moldeado con ahínco, para hacerme un poco más parecido a la idea que algún día soñé ser de mí, ahí, inerte, casi eterna, ajena al caos de su alrededor y en parte dueña de la vida que se mueve en ese lugar. Con un alma alimentada de partes de, creeré que incontables, humanidades. Y es justo ahí  cuando lo noto. Vuelvo a ver hacia mí y me encuentro envuelto en ese caos, apropiado de esa realidad, o más bien algo apresado. Realmente me siento algo afortunado, me siento parte de algo y es justo el momento de volver a casa. Es esa parte del día en que todo parece acabar una vez más. Y es que eso es lo que hago ahí, esperar por la ruta T2 del trasporte público que me llevara de regreso a casa, a descasar del caos y respirar otros aires. Me hace sentir feliz. Pero así, tan rápido como todo pasa, que me alejo de mí  y casi vuelo, vuelve algo suceder, de golpe regreso a la realidad. Soy yo nuevamente, o por lo menos la conjugación de cuerpo, mente y sentidos que continuamente interacciona con todo y todos. Que ha sido esta vez. Que me ha bajado de las nubes y me ha sentado en mí. Que es tan importante como para interrumpir uno de esos valiosos y tan escasos momentos de paz, deleite y relajación personal. Todo lo que escucho es una voz. Está ocupada la silla. No, respondo, pensando para mí mismo que no lo está, pues mi compañera que estaba sentada conmigo mientras esperábamos su transporte hace un momento que se ha ido. Pero que voz es esa. Por qué resuena tan fuerte en mi cabeza. O son mis oídos que con la intención de hacerla destacar la hace un poco más dulce, sonora. Quien me habla. Por qué me pide permiso para sentarse en una silla que a obvias luces no me pertenece. Es una voz de hombre, que de manera clara, pero respetuosa, me pregunta si está bien que ocupe el puesto en el que podría estar alguien más. Es momento de atender con algo más que los oídos, es momento de volver un poco la mirada e intentar hacer contacto visual con quien me ha regresado a la atención. Ahora mientras escribo, me pregunto qué tan buena fue esa decisión. Calculo un metro ochenta de estatura, y mientras alzo la mirada, los rayos del sol, que empieza a despedirse, hace un juego de contraluz, que de momento no me deje verle directo a la cara y devuelvo la mirada. Son unos jean clásicos, azules que contornean sus largas piernas. Una camisa blanca algo licrada se pega a su amplio y delgado torso, las mangas le llegan justo al final del deltoides. Una referencia anatómica precisa por parte de mi mente, que me hace notar que estoy un poco más envuelto en mi papel. La piel descubierta de sus brazos, es como de color durazno con un bronceado como de quien pasa mucho tiempo al sol.  Ahora intento, una vez más, volver mis ojos a su cara. Quiero saber un poco más de quien me está hablando. Recuerdo de primera vista haber notado sus ojos, grandes, con tantas pestañas que harían envidiar al más coqueto de los equinos. Sus cejas oscuras y pobladas, hacían contraste de ensueño con el tono igual y perfectamente bronceado de su cara. Sus labios carnosos y por de más voluminosos, permanecían como entreabiertos, de un rojo intenso que te invitaba a besar, o por lo menos, esa idea, inevitablemente llegaría a tu mente. Agacho enseguida mi mirada. Vaya pinta la de ese chico. Y que condena. Ser visto siempre de reojo por todo aquel que al mirarle, en un intento por conservar propios sus pensamientos, apartaría la vista para no enrojecer y quedar en evidencia ante monumental presencia.
Ya esto me había pasado hace algún tiempo, bueno, no exactamente así. Pero realmente ya habían visto mis ojos un molde igual. Y pretendiendo no caer en la trivial vanidad, me permitiré decir, que si bien el físico pudiese no importar y carecer de mucha menos relevancia de la que habiatualemnte se le ha dado, vaya que hay algunos que parecen haber  moldeados y cincelados al detalle. 
Recuerdo que veía una película. Y vaya que el cine hace esto, atrapar la visión de un momento, y luego, reflejarla. Koli Firth tenía el protagónico y Julianne Mooore hacia un papel secundario, y ya esto garantizaba, al menos, un derroche de belleza. Y no fue hasta una breve escena, que quizá no trastocaba en nada la trama de la cinta, que tuve por vez primera esta sensación. Salía Firth, en una especie de SlowMotion, de lo que parecía ser una tienda o autoservicio y en el mismo plano secuencia se choca justo en la puerta con un ser del cual, hasta el día de hoy, estoy convencido viene de otro planeta. Y lo que paso justo de momento quizá carezca de interés, las bolsas en las cuales Firth llevaba unos tragos cae al piso y las botellas se revientan, quizá algo infortunado. Pero el momento, la ocasión y si bien se quiere la coincidencia, le dan unos matices perfectos a la escena. El otro personaje, del cual me expreso aduladoramente, no es nadie menos que un chico de escasos veintitantos años, labios provocadores, piel bronceada y labios de ensueño. Todo lo anterior conjugando en un cocktail de planos, miradas y demasiada sugestión, hacen que estas imágenes no salgan de mi mente. Jon Kortajarena era de momento, tanto para Kolin First como para mí, la perfección encarnada.  Luego leería una reseña en la que señalaban el protagónico de Firth en “A Single Man” como el papel de su vida, pero para mí sería Kortajarena quien merecería  todos los aplausos. 
Y sí, es cierto, existe la belleza y de igual forma la admiración a esta. Y si, esta a veces se presenta en formas encarnadas, si bien no tangible, por lo menos visible. Y si, lo era Kortajarena con sus preciosos labios y flamantes ojos viendo a de forma mágica a Firth en aquel atardecer luego de un afortunado incidente. Y si, lo era aquel chico del cual no conozco su nombre a la salida de la universidad, a contraluz de un sol de media tarde. Y si, También lo era yo, luego de un día de clases en aquel mismo atardecer, levitando en mi realidad. Y es que la belleza, quizá un poco como la felicidad, es un danzar, una coincidencia de eventos, artefactos ante los cuales lo único que podemos hacer, es estar preparados para apreciarlos, y por que no, disfrutarlos, de lo contrarios, difícilmente existirían.

martes, 5 de enero de 2016

Feliz cumpleaños, ¡GENIO!


Aún recuerdo la primera vez que vi esta animación. Hayao Miyazaki llegaba en forma de revista, por medio de quien era un compañero de colegio, hasta mis manos. Había un artículo en inglés, el cual no entendí, con ilustraciones que, en aquel entonces, despertarían el que hoy es ya un sueño frustrado. El Viaje de  Chihiro era una afamada película de animación japonesa, merecedora de la máxima distinción que puede consagrar a una película como exitosa, el Oscar. De aquello iba el artículo. De cómo la belleza del extraño y muy lejano oriente podía merecer toda la admiración y exaltación de occidente, incluso sobre sus pares americanos o europeos. Hablaba de lo que para el año 2003, era un bum, y hoy, más que una realidad, es algo cotidiano, la globalización. Nada de eso me quedo claro entonces. Nunca he sido bueno para el inglés. Pero lo que de verdad me mereció la pena, incluso hasta el día de hoy, eran las ilustraciones. Chihiro es la protagonista de una odisea, para mi desconocida, en complicidad con su amigo dragón, el espíritu del rio, Haku. En mí, todo esto significo solo una cosa, el deseo interior de reproducir todo esto que veían mis ojos, la bella chihiro y su indumentaria oriental, el mágico Haku  y su aura espiritual. Todo estaba claro, quería ser ilustrador de anime japonés. Era el año 2003, tenía unos 12 años y miyasaki llegaba a recordarme que más que valido, era necesario soñar.

Años después logre ver la película y reconocer aquellos dibujos, incluso, encontrar aquel artículo, ahora en versión digital y traducido al español. Me permitió comprender la natural y esperada magia que se suponía, y de hecho despertó en mí, una obra de tal magnitud.

Hoy todos esos son recuerdos de sueños inocentes y anhelos de niñez y adolescencia. Hoy son sonrisas que me regala mi memoria, de aquel momento, en que por medio de una revista, me quedo claro que “somos más felices en cuanto más  nos parecemos a los que un día soñamos ser de nosotros mismo”. Y si, quizá no son palabras de miyasaki, pero para mí, desde entonces y gracias a él y chihiro, esto quedo claro. Hay que soñar y realizar los sueños. Hay que creer en la magia, perseguirla y ser felices.