lunes, 22 de junio de 2020

Me he peleado con mi madre.

Y es que las razones a veces parecen tantas, tan obvias, tan casuales, tan únicas, tan predecibles e impredecibles. Tan ella y tan yo pareciéndome a ella que me resulto inevitable pensar. Y es que mi madre nunca te saludaría. Si, tu que lees esto, porque me conoces y seguramente yo mismo te lo he compartido. Tu que quizá cuestionas “mi fortuna” y menosprecias  “tu desgracia”. Tú que a gritos y patadas pides y pides compresión y nunca te detienes a pensar en los demás, sobre todo en aquellos que te quieren y pierden la pena o les resulta inevitable al demostrarlo.
Ella, mi madre, te vería y recordaría de donde te conoce. Tiene tan buena o incluso mejor memoria que la mía. Le resultaría imposible disimular su gesto de desaprobación, de descontento y siempre que lo pueda, te ignorara. Y sino tiene más remedio, te saludaría por una decencia que se le nota más fingido que el saludo en sí mismo.
Y es que estoy hablando de mi madre. Y si, es que me resulta al parecer cruel y casi vomitivo hacerlo de esta manera, pero me estoy reconociendo solo a mí. Y es que con la herencia no solo se viene lo bueno, a veces también se viene lo malo y lo feo. Y hoy, este espacio, es para hacerle alegoría a esto o parte de esto.
Mientras me cuestionaba, porque me resulta imposible no hacerlo, es que si no tengo a alguien en frente mío demandando mi atención, cuestionarme es todo lo que hago. Lo hago mientras escribo esto, lo hago desde que despierto,  mientras veo un programa en tv, mientras leo un libro, cuando respondo un examen, hasta cuando me acuesto. Cuestiono todo y cada cosa, aspecto o detalle de mí. Y hace un rato, luego de terminar mis obligaciones laborales, iniciando este rutinario turno nocturno de un seis de  junio de dos mil veintiuno y  en medio de una pandemia que ha agotado más las fuerzas mentales que las físicas o la salud en si misma (visto desde este hemisferio, aclaro),  pensaba en mi madre, la cuestionaba y me cuestionaba.  Y también pensé en tu madre seguramente y más que todo en la madre de las personas con las que de alguna manera he coincidido en esencia y he intentado vibrar en la misma frecuencia. Pensaba en su fortuna vista desde mis ojos quizá traicioneros como lo son los sentidos y desdeñaba de la mía, de mi realidad y mi experiencia.
Pensaba en aquella mujer, madre de mi primer amor. Y créanme que sonrió con picardía, y quizá al tener un espejo podría notar si me he sonrojado o no, al describirlo de esta manera. Pensaba en lo madura que es, y en la expresión de su mirada que intuía amable y placentera.  Pensaba en lo absurdo de la pretensión de creer que a tus treinta y tantos de ese entonces y a mis veintitantos, ella no le resultaba obvia la realidad. Pensaba en su necesidad de ser amable, no sé porque,  me parecía quizá queriendo serlo para él. Es decir, que se notaran sus maneras al tratarme y se sintieran para con él.
Pensaba en la madre de aquel chico que llego a recordarme que debía continuar y no de cualquier manera, sino de la manera propia de alguien de mi edad. Pensaba en lo alcahueta que era, queriendo desmedirse en amor, quizá porque está en su esencia y en la manera como este abusaba de tal sentimiento. Me resulto irresponsable después de todo aquel chico, pero es que a esa edad quizá viene bien serlo un poco. No pensar o cuestionarse  tanto y simplemente ser o no ser y ya está.
Luego pensé en la madre que menos conocí, que menos ocasiones tuve de ver y que menos trate,  pero que no sé porque pienso tanto. Quizá por todo lo que escuche de ella y me cuesta procesar y asimilar. Quizá porque su trato y su persona, me recuerdan no sé qué, que no escribo.
En fin, me cuestionaba y pensé en todo esto.  Es que mi madre nunca te saludaría.
Pensé en el impulsivo deseo de matar a una madre que título aquella película de un director de todo mi agrado.
Pensé en las acciones desmedidas de aquella madre de huye de todo por un hijo y luego vuelve sobre sus pasos por la misma razón, en todo sobre ella, la madre.
Pensé en el instinto animal de toda madre y que en agudas notas cantaba aquella chica, que aun siendo madre, se quitó la vida.
Pensé en la madre de mi madre y en el no haberla conocido. Pensé en que aquellos recuerdos que ahora conservo como propios, pero que son de mi madre y en los que la recordaba recitando aquel proverbio que le gustaba mucho y que reza que “mejor es un bocado seco, y en paz, que casa de contiendas llena de provisiones”.
Volví a pensar en mi madre, y en el título de este escrito,  en el hecho de que me cuesta aceptar su actitud hostil para como mi realidad. En el hecho de que aunque se esfuerza no puede superar algo que le resulta instintivo y que es más grande que nosotros. Yo no tolero su rechazo y ella no puede obligarse a no hacerlo, a cambiarse.
La verdad y a fin de cuentas, todo esto me resulta siempre conveniente y terapéutico. Es decir, pensar/cuestionar lo que me molesta y luego entender que nada  en esta vida es definitivo y que lo mejor que me pudo pasar es tener a mi madre tal cual me toco. Que tenemos momentos, buenos y malos, que es necesaria reconocer los unos para disfrutar de los otros.
 
 
Este escrito se acompaña de una canción (Vallenato) y de la imagen de una cita (Rilke)


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