Hace ya un par de días vi, en el
“estado” de red social de un amigo, como hacia publica su primera experiencia
asistiendo solo, sin compañía alguna, valga el pleonasmo, a cine. Realmente me
resulto curioso, pues no pude evitar recordar como hacia un par de años me encontraba
yo mismo en similar situación y que hoy,
con dicho mensaje, traía a mí aquella experiencia. Con esto no pretendo generar
escaramuzas o lazar juicios reprobatorios, ni de su actividad en particular o
del hecho que lo haya publicado en redes sociales. Es que realmente el no poder
evitar traer aquella sensación inequívoca de autocompasión, hace que me resulte
bastante extraño el obvio paralelo en ambas experiencias, que siendo la misma,
brindaron para ambos sentimientos que resultan a todas luces dispares.
Era yo en aquel entonces un chico
de no más de 18 o 19 años, estaba en la universidad y gozaba de ni nada celebre
apatía social. Y me permito decir que “gozaba”, porque realmente para mí, era un
goce compartir conmigo mismo, hacer por mi cuenta lo que para la mayoría, sin
explicación alguna a mi juicio, requería imperiosamente de la compañía de algún
par. Gozaba tomar solo mis apuntes en clase,
apuntes que guardaba con todo el celo y que me permitían, si bien no ser el
mejor de la clase, cosa que nunca me ha trasnochado, si conseguir las notas
para lograr aprobar mis materias en curso. De igual forma gozaba de no tener compañía
sentimental, en aquel entonces era yo la versión adolescente y solo un poco más
“masculina” del personaje de Jossie Geller interpretado por Drew Barrymore en su
película “Jamás besada” –me permito
anotar aquí que, perfectamente podrían estar basadas en mi vida todas las
historias de las películas realizadas por esta chica, obviamente exceptuando
las más celebres, pues no he vivido la fortuna de tener por mascota un
alienígena, ni un grupo de súper amigas guerreras y asesinas bajo el mando de
una especie de radio contestador parlante, aunque si he sufrido una especie de
amnesia ante la que cierto “ex” ha realizado en numerosas ocasiones una suerte
de ritual conquistador ante el cual siempre he caído rendido–. Disfrutaba de
mirar en la silla de cualquier esquina como la gente convulsionaba su nada
convulsionado ser, por lo que a mi parecer, eran a todas luces tonterías, ejemplo,
la impuntualidad de algún acompañante o los mensajes de texto de algún
enamorado que amanera de confidencia se confiaban entre amigos. Sé que podrá
parecerles, al igual que a mí, que a esa edad, aquellas conductas pasarían
apenas por propias y que yo, por el contrario, era perfectamente una especie de
freak o anormal pero, me permito decir a mi favor, que siempre he sido un buen
observador y que en aquel entonces, era yo, como escuche en un programa de tv,
un “cínico de mierda”, les estoy hablando de entre los 15 y los 20 años.
Goce tanto que, al final, termine
por sentir culpa, culpa de gozar por mi cuento lo que otros rechazarían de tajo
al imaginarse solos en aquellas circunstancias. Y es que así termino por
pasarme a mí. La culpa me llevo al rechazo, y el rechazo a la desesperación. Estaba
ya en los avatares propios de aquella experiencia cuando un día, solo, en algún
cine, provisto de un gran vaso de
gaseosa sabor uva y un pequeño, muy pequeño, balde de crispetas – maíz
explotado – me disponía a entrar a la que sería mi confrontación con un lado no
tan grato de mi para entonces, muy apersonada realidad. El único cine local
gozaba de una impopularidad que me resultaba placentera, las funciones
iniciaban pasado el mediodía, no asistían más de 15 o 20 espectadores, se podía
aprecia el peliculón de turno estrenado semanas atrás en Hollywood, o de las
para mí, muy disfrutadas y placenteras películas de Disney. No había mucha
cabida en aquellas salas para el cine nacional, ni mucho menos para el
independiente. Solo los títulos con más revuelo podían exhibirse en aquellas
pantallas, procurando así, no diezmar el ya diezmado número de espectadores que
acudía no muy fielmente, al igual que yo, a distraerse un rato.
Corría un jueves por la tarde y
salía de mi última clase de la semana, pues por fortuna, ese semestre los
viernes solo tenía una clase que tuvo que ser reprogramada en otro día, según,
por motivos de “agenda” del encargado en dictarla. Así que me dispuse a ir, aun
en uniforme, al cine. Llegaría a la función más próxima. Al no ser nada
programado, no sabía que se exhibiría en cartelera o en que horarias eran las
funciones, por tal razón, no tuve mayor pretensión
ni reparo al comprar un boleto en la función de pasadas las 04:30, filas
generales, pues no podía permitirme la exuberancia de pagar uno preferencial
solo por sentarme unas sillas más arriba. Vería “Proyecto X”, uno de esos
títulos que ya había visto en promociones de la tv y que anunciaban con mucha
meticulosidad y reserva, lo cual para mí, despertó algo de interés. Pensaba que
era una peli de terror. Provisto como les decía, de gaseosa y criptas, entre a
la sala de cine. Esta vez, más allá de no tener acompañante, tamaña sorpresa la
mía fue, al notar que no tenía compañía alguna, la sala estaba totalmente sola.
Me acomode en mi silla, se apagaron las luces, pasaron los anuncios y
propagandas al igual que en la tv y, finalmente, inicio la película. En aquel
momento pensé que seguramente habría de entrar alguien en el trascurso de la película.
Nada de raro tendría que algún espectador se hubiese retrasado o que quizá,
encontrase en aquella función ya iniciada y sin mucho interés, simplemente un
momento de escape. La película para mi sorpresa, no iba de fantasmas o aliens,
ni nada al estilo expedientes X como inicialmente pensé. Se trataba de un grupo
de amigos que decidía hacer una gran fiesta con el único fin de ganar gran
popularidad y aceptación en sus últimos años del colegio, y así, conseguir más
amigos. Vaya sorpresa la mía, amigos. No me vendría mal aunque sea uno solo de
esos pensé, por lo menos, para que se siente dos filas abajo y me haga algo de
prudente compañía. La película alcanzo su punto clímax, el cual para mí, pasó
inadvertido y de igual forma su desenlace. Una vez terminada, note que nadie
más había entrado en la sala. Me pare enseguida procurando la salida mientras
pensada, no tienes por qué esperar, nadie más está saliendo, así que puedes
irte sin demoras. Pensé que de igual forma durante la función no hubieron esas
risas de espectadores imprudentes, como recordándome que lo que estaba pasando
en ese justo momento, al igual que a mí, les parecía gracioso. Tampoco hubo
esas peticiones de silencio de aquellos asistentes un poco más acuciosos que me
hicieran pensar que, justo en ese momento, debía poner especial atención pues,
seguramente estaba pasando algo de sumo interés. Pensé que me sentía solo, y
digo pensé pues, hasta ese entonces, aunque había estado sin compañía, nunca
había experimentado la soledad. Ya camino a mi casa, esta vez sin el respectivo
y merecido cono de cremoso helado que era costumbre a la salida del cine, no
con muchos ánimos, pensaba. Pensaba en la dualidad de todo, en que si bien
quería, podía verle el lado bueno a todo lo sucedido, no tener que esperar para
levantarte de la silla o soportar los ruidos incómodos durante la película era,
con seguridad, algo muy bueno. Si bien quería, todo podía ser bueno, aunque así
no lo sintiera. Pensé en, mí una vez, muy apersonada y gozosa soledad, en que
de todo era bueno un poco, pero que en exceso, quizá no venia del todo bien.
Pensé en que ya aquello no lo disfrutaba tanto.
Si bien quiere verse, mi relato
podría ser de una experiencia cargada de algo de desventura, sobre todo si se
compara con el estado de aquel amigo mío. Pero a lo que voy es, que si bien hay
disfrute en la soledad de algunas cosas, también la compañía en aquellas mismas,
puede ser una experiencia bastante provechosa y disfrutada. Experiencia la cual
viví años después, nuevamente en una solitaria sala de cine, pero esta vez, con
un justo y oportuno comentario de mi acompañante, “tenemos la sala del cine
solo para los dos”.


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